
Más Allá del Juego



6 Un desayuno coqueto
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Maria
Llego unos 20 minutos antes al restaurante donde quedé de desayunar con Armando. Conmigo, o llego mucho antes de la hora estipulado o llego después.
Es un hombre guapo, maduro, de unos 48 años, dueño de una empresa que administra condominios de lujo en Playa del Carmen. Me contactó por medio de una clienta que le dio mi teléfono y, después de varios mensajes y una videollamada donde intenté no parecer tan desesperada, acordamos este desayuno para finiquitar detalles. Me haré cargo de toda la lavandería de blancos de sus condominios durante los próximos 3 meses.
<<Con las deudas que cargo, este contrato es como agua en el desierto… igual de necesario>>.
Me acomodo estratégicamente en una mesa que me da vista perfecta a la entrada. No tengo que esperar mucho; a los 10 minutos hace su entrada triunfal. Y vaya entrada… Con un pantalón casual beige que le queda como comercial de diseñador y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados que deja ver un bronceado digno de postal turística.
<<¿Es mi imaginación o todos los empresarios guapos de Playa tienen un pacto con el gimnasio?>>
Los vellos de su torso se asoman discretamente, como jugando al escondite. Remata el conjunto con una sonrisa que haría babear al más digno, y que al verme se despliega en todo su esplendor.
—Hola Mari. Qué gusto conocerte en persona —me saluda con un beso en la mejilla y un abrazo amigable que huele a loción cara y éxito empresarial.
—Hola Armando. El gusto es mío — Y el nerviosismo también, pero eso no se lo voy a decir.
—Disculpa la demora ¿Tienes mucho tiempo esperando?
—Acabo de llegar, no te apures —miento con la facilidad que da la costumbre.
Se acomoda frente a mí y se me queda mirando unos segundos que se sienten como hora y media, hasta que la mesera hace su aparición salvadora con las cartas.
<<Bendita seas, mujer, ya me estaba preguntando si tenía alguna mancha en la cara>>.
—Buenos días. Yo soy Diana y voy a atenderlos esta mañana —se presenta con una sonrisa que parece sacada de manual de servicio al cliente, pero curiosamente genuina.
—Muchas gracias, Diana —responde Armando con ese tono de ejecutivo acostumbrado a tratar con personal de servicio.
—Gracias Diana. ¿Me puedes traer un café americano, por favor? — Si no me cafeinizo pronto, mis neuronas van a declararse en huelga.
—Que sean dos, por favor —pide Armando, y noto que me mira con cierta complicidad.
—Claro que sí. En seguida se los traigo.
Una vez que Diana desaparece con nuestro pedido, Armando retoma la plática, pero no como yo esperaba.
—¿Tomas mucho café? —me pregunta, recargándose ligeramente en la mesa.
—Si, algo… La verdad es que lo considero un vicio — Un vicio heredado de mi abuela paterna, junto con su manía por el trabajo.
—Ya somos dos —me lo dice en tono cómplice, como si acabáramos de formar un club secreto de cafeínómanos.
Yo que venía mentalizada para una reunión tipo tiburón de negocios, y resulta que el señor quiere platicar como si estuviéramos en Tinder.
La conversación fluye sorprendentemente casual. Platicamos de nuestros gustos por el café, la comida, y descubro que también es adicto al pan dulce, aunque su cuerpo no delate ni una concha traicionera. Así se nos va parte de la mañana, y yo, tratando de no parecer desesperada, evito sacar el tema que me tiene mordiendo el mantel por dentro.
Los omelettes desaparecen de nuestros platos junto con mi paciencia, y después de un postre que no pedí pero que igual me como, porque desperdiciar el pan de elote sería un pecado; Armando por fin decide ponerse el saco de empresario.
—Cambiando un poco el tema, Mari —su tono se vuelve más formal—. Como te dije en nuestra conferencia, quiero empezar a trabajar contigo. Me convencen tus precios y condiciones, y me gustaría que iniciáramos con tres meses de prueba, tanto para ti como para mí. Si nos acomodamos a trabajar, ten por seguro que haremos negocios a largo plazo que nos beneficiarán mucho a los dos. ¿Te parece bien?
—Me parece excelente —<<¡GRACIAS Dios!>>—. Yo estoy en la mejor disposición y cuando quieras podemos empezar.
—Mañana. Quiero que comencemos mañana —su tono cambia, como si acabara de recordar algo.
—Es un hecho —respondo, notando cómo su actitud se vuelve más cautelosa, casi preocupada.
<<¿Y ahora? ¿Por qué cambió el switch tan de repente?>>
—Dejando a un lado el tema comercial… —hace una pausa que me pone en alerta máxima— quiero pedirte algo personal, espero que no lo tomes a mal. Sé que el objetivo de esta reunión es de negocios pero, no quiero dejar pasar la oportunidad de invitarte a cenar.
<<¿QUÉ? ¿QUÉÉÉ? Espérate… ¿Qué acaba de pasar?>>
Mi cerebro decide irse de vacaciones sin previo aviso, llevándose todas las palabras consigo.
—Disculpa mi atrevimiento —continúa, interpretando mi silencio como señal para seguir hablando—. Es solo que durante las pláticas que hemos tenido por mensaje y la llamada, me he sentido muy a gusto contigo, y ahora que te conozco en persona… pues más. Eres una mujer que me resulta muy interesante, guapa, y quisiera conocerte mejor.
<<¡Tierra, trágame! O mejor no… ¿cuándo fue la última vez que un hombre así me invitó a salir? ¡Ah sí! NUNCA>>
—Dime algo, por favor… me estoy poniendo muy nervioso.
<<¡Óraleee! ¿Yo poniendo nervioso a este tipazo>>
—Perdóname Armando, es solo que me tomas desprevenida. No sé qué decirte, la verdad no pensaba que esta reunión fuera a tomar este camino…
—Discúlpame si te ofendo… yo…
—No, no… no. Claro que no me ofendes, al contrario, me halagas. Has sido muy respetuoso conmigo todo este tiempo —<<No como el idiota del Coach>>¿Y yo qué hago pensando en ese imbécil en este momento?—. Y no hay razón para sentirme ofendida.
Suelta el aire como si hubiera estado aguantando la respiración desde el pleistoceno.
—Entonces, ¿te parece bien el sábado en la noche? Conozco un lugar muy bonito, es aquí cerca.
—No lo sé… —¡¿Qué hago?! — Tengo que atender unos compromisos y no estoy segura…
—¿Compromisos con alguien especial? —pregunta con ese tono que usan los hombres cuando quieren saber si hay competencia.
—En realidad sí… es un compromiso con mis hijos.
—Oh, ya veo —su cara se relaja visiblemente—. Por supuesto que es un compromiso especial —sonríe, ahora más tranquilo —. No tengo prisa, si no puedes este fin de semana, puedo esperar al siguiente. Soy paciente.
—Gracias por comprender.
—De cualquier manera, te preguntaré en estos días, por si algo cambia y tienes la posibilidad de tener una cita conmigo el sábado.
<<¿CITA? ¿Dijo CITA?>>
Siento que mi último date fue en la época en que todavía existía Blockbuster. ¿Dos años? ¿Más? Tal vez sea hora de sacar el vestido negro del closet… y a la María coqueta que guardé junto con él.
Pero no le voy a confirmar hoy. Si quiere date con esta chiquita, que se espere hasta el viernes. Si de verdad le intereso, va a aguantar la semana como los grandes. Y si no… pues ya tengo cliente nuevo de todos modos.
—Me parece bien —<<y ya deja de sonreír así que me pones más nerviosa>>.
La plática sigue fluyendo un rato más hasta que decidimos irnos. Me acompaña a mi coche como todo un caballero de manual de los años cincuenta: me cede el paso, me protege del tráfico, y hasta me abre la puerta del carro.
—Espero que me digas que sí —se acerca más de lo socialmente aceptable, y su colonia fresca me envuelve… pero no me provoca ni la mitad del terremoto interno que sentí con el aroma de Rafael.
<<¿Neta, María? ¿Vas a pensar en el Coach justo AHORA?>>.
—Solo dame estos días para organizarme y te confirmo —y para ver si logro que mi cerebro deje de hacer comparaciones pendejas—. De cualquier manera, mañana está mi gente en la dirección que me mandaste al correo.
—Seguimos en contacto —y de pronto, en un movimiento que no vi venir, me toma de la cintura. Sus manos son firmes pero delicadas, como si estuviera sosteniendo algo valioso. Se acerca y me da un beso en la mejilla, casi rozando la comisura de mis labios. El nacimiento de su barba me raspa de una forma que debería ser ilegal—. Hasta el sábado.
—Adiós —logro articular antes de subirme al coche como si me persiguiera el SAT.
Lo veo por el retrovisor mientras camina hacia su carro.
<<¡Ay, Diosito! ¿Por qué me complicas la vida así?>>
Este hombre es el paquete completo: sexy, guapo, caballeroso, inteligente y divertido… pero le falta ese “no sé qué” que me vuele la cabeza. No es que no me guste, ¡claro que me gusta! Tendría que estar muerta para que no me moviera el tapete. Pero no tiene esa chispa explosiva que me prende hasta las ideas.
Y lo más jodido de todo es que no puedo dejar de compararlo con el pendejo de Rafael y lo que me hizo sentir en esos pinches cinco minutos. Esto no me gusta. Necesito contárselo a alguien antes de que me explote el cerebro, y ese alguien tiene nombre y apellido: Marcela Vázquez.
Pero esa sesión de terapia tendrá que esperar hasta la tarde. Por ahora, debo concentrarme en coordinar todo en la lavandería para que mañana arranquemos como Dios manda con la empresa de Armando.
<<A ver si concentrándome en el trabajo logro también limpiarme estas ideas locas de la cabeza>>.

© 2024 Lula Silva. Todos los derechos reservados. Esta obra está protegida por derechos de autor.

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