
Más Allá del Juego



2 Una tarde inesperada
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Maria
El último viernes de cada mes tenemos la junta de padres en el colegio. Se supone que es para ver los avances académicos de nuestros hijos y hablar de eventos próximos, pero en realidad es el momento estelar de las “Mamis” para convertir aquello en un circo de tres pistas.
<<¿En qué momento las juntas escolares se volvieron casting para la serie “Esposas Desesperadas”?>>
La primera pista es el desfile de moda improvisado. Las “recatadas” —nótese el sarcasmo— llegan en vestidos que más bien parecen blusas largas, tacones de aguja, el pelo empistolado y tan fijado que ni un huracán categoría cinco lo movería. Las más osadas andan exhibiendo mercancía como si fuera barata de supermercado: shorts que son prácticamente calzones cacheteros, escotes que dejan poco a la imaginación, y leggins transparentes que… bueno, hay cosas que una vez que las ves, no puedes dejarlas de ver aunque quieras… algunas vistas más grotescas que otras.
<<Hazme el puto favor>>
La segunda pista es el festival de quejas. No falta la que hace un drama porque su pequeño genio incomprendido sacó 9.8 en lugar de 10. Y la tercera… ah, la tercera es mi favorita: el coqueteo descarado con los entrenadores. Ver a las “mamitas” haciendo piruetas verbales para llamar la atención del profesor de educación física es mejor que cualquier reality show.
Marcela y yo somos otro caso completamente diferente. Somos el dúo dinámico del “llegar tarde e irse temprano”. Nos aparecemos en los primeros treinta minutos —lo importante, pues—, escuchamos lo de nuestros hijos y salimos como almas que lleva el diablo. Ella malabareando entre dueños y huéspedes de los condominios que administra, yo haciendo maromas entre clientes y empleados de mi lavandería.
<<A veces me pregunto si nuestros celulares son extensiones de nuestro cuerpo, porque vivimos prácticamente pegadas a ellos.>>
Cuando la profesora termina de repartir las evaluaciones y anunciar los puntos importantes del mes, Marce y yo nos preparamos para nuestra gran huida. Solo esperamos la señal, que llega tan puntual como un reloj suizo…
—Miss, yo quisiera comentar algo…
<<¡BINGO! La “mamita chismosa” ha hablado. Nuestra señal.>>
Marcela y yo intercambiamos una mirada cómplice y una señal casi imperceptible hacia la puerta. No es casualidad que siempre nos sentemos estratégicamente cerca de la salida, como presas listas para huir del depredador. Aunque es imposible pasar desapercibidas —todas las cabezas giran como en el exorcista para vernos salir—, la maestra ya nos conoce. Sabe que somos de mamás que no anda metida en los dramas que arman las otras, así que solo nos da un ligero asentimiento. Es todo lo que necesitamos.
—Nos vemos en el entrenamiento, Nena —me dice Marce mientras nos damos un abrazo exprés— Me tengo que ir en chinga al condominio de la 38. Ya me está esperando el huésped.
—Vete con cuidado. Nos vemos en la tarde.
Y que empiece la carrera: Marce al estacionamiento, yo al kínder de Nico. Benditos sean los dioses por las maestras de preescolar que sí van al grano.
Durante los gloriosos 20 minutos con la Miss de Nicolás, mi celular vibra como si tuviera vida propia. El estrés me está comiendo viva. Al salir, me dedico a la tarea titánica de contestar mensajes.
Atravieso el estacionamiento, que parece mercado en domingo por la cantidad de carros. Me subo a mi fiel compañero, mi March azul. Estoy respondiendo los últimos mensajes cuando empiezo a salir en reversa. Me acomodo en el camino con precaución —porque uno nunca sabe cuándo un pequeño Usain Bolt decidirá cruzarse corriendo—. En eso, entra una llamada. Bajo la mirada a la pantalla por un microsegundo y…
¡TRAS!
Un golpe seco en la puerta del copiloto hace que mi carro se mueva como gelatina en terremoto. Alguien acaba de darme un “besito” bastante contundente.
—¡No me jodas! —mascullo dentro del coche. Me tapo la cara con las manos y dejo caer la cabeza en el asiento. Cuento hasta diez, aunque debería contar hasta mil.
<<Respira, María. Re-spi-ra. Este chiste te va a joder todo el día… y apenas son las pinches nueve de la mañana.>>
El conductor del Mercedes blanco que acaba de “tocar” mi coche se baja con una tranquilidad que me irrita.
<<Y para acabarla de chingar esta buenísimo>>
El tipo parece salido de un comercial de perfume caro: lentes aviador, tez blanca con ese bronceado perfecto de Instagram, barba de candado perfectamente recortada, y un peinado que grita “me levanto así de guapo”. Mide fácil 1.90, con una espalda que… bueno. La camisa blanca se le pega a los músculos de forma deliciosa, el pantalón gris descansa sobre una cadera sin rastro de cervezas del fin de semana.
<<¿Por qué los imbéciles siempre tienen que estar así de buenos?>>
Me bajo haciendo acopio de toda mi paciencia —que no es mucha, la verdad— rodeo mi coche en silencio. Cuando veo cómo su cajuela está prácticamente incrustada en la puerta de mi carro, me quedo en blanco. Estoy masajeándome la frente cuando escucho:
—¿Qué venías haciendo que no te fijaste que estaba saliendo en reversa? —su voz es jodidamente grave y viene con un tonito que me eriza… del coraje.
—¿Estás sugiriendo que esto es mi culpa? —mi voz sale como tres octavas más arriba de lo normal.
—No lo estoy sugiriendo, te lo estoy diciendo. Si hubieras estado atenta al frente… —sigue con su sermón mientras yo parpadeo como búho con conjuntivitis.
<<Respira. Estás en el colegio. No puedes mandarlo a la chingada, aunque se lo merezca.>>
—Mira, guapo —y ya no lo digo como cumplido—, el madrazo que me acabas de meter no es precisamente con la velocidad de alguien que sale en reversa con precaución. Y por lo visto, no eres consciente de que estás en un colegio. Si no me viste a mí, ¿qué tal si se te atraviesa un niño?
Lo veo cambiar el peso de un pie a otro. Sabe que tengo razón, pero apostaría mi negocio a que no lo va a admitir.
—Bueno, pues entonces que lo decidan los ajustadores de los seguros… —le da una mirada a mi March que destila más desprecio que las suegras en Navidad— Porque… ¿sí tienes seguro, no?
<<Y así, señoras y señores, es como alguien pasa de ser un bombón a ser un perfecto imbécil en menos de cinco minutos.>>
—Claro que tengo seguro. Llámale al tuyo y que se arreglen ellos, porque honestamente, no quiero seguir hablando contigo. Sencillamente no se puede.
Marco al seguro y doy mis datos mientras varios padres de familia se acercan al chisme como moscas a la miel.
<<¿No tienen nada mejor que hacer? ¿Sus hijos? ¿Sus vidas? …¿Su chingada madre?>>
El Señor Mercedes no para de ver su reloj como si fuera a explotar y toma fotos del golpe desde todos los ángulos posibles. Lo ignoro olímpicamente hasta que…
¡TOC-TOC-TOC!
Unos nudillos golpean mi ventanilla con la delicadeza de un boxeador.
—Me voy a hacer para adelante y necesito que te muevas para que pueda salir.
—¡Estás de broma, ¿cierto?! —mi voz es puro sarcasmo destilado.
—No, no estoy bromeando y necesito que te apures.
<<¡Ah, no! Este pendejo ya se pasó tres pueblos>>
Me bajo del coche y me cuadro frente a él.
—Pues fíjate que no me voy a mover y hazle como quieras. Hasta que no llegue tu ajustador y el mío, de aquí nadie se mueve. No te conozco y no te voy a dar el gusto de que te des a la fuga sin pagarme los daños. Además, la forma de pedir está el dar, y por mí… que te den. ¡Estúpido!
Se pasa las manos por el cabello —despeinándose de forma injustamente sexy <<¡Uyyy… maldito!>>— se quita los lentes, revelando unos ojos negros, profundos, enmarcados por pestañas que parecen postizas.
<<¡Ay que ojazos!… ¡Concéntrate, María!… ¡Estas encabronada!>>
Recorta la distancia entre nosotros y me mira desde su altura estratosférica. Yo levanto el mentón —mi metro cincuenta y nueve no ayuda mucho en estas situaciones de intimidación—, pero me mantengo firme.
—¿Tú no sabes quién soy, verdad? —su voz destila prepotencia pura— Si pusieras atención cuando vienes a traer a tus hijos, te habrías dado cuenta que estoy en el colegio al menos tres veces a la semana. Pero como siempre vas distraída y sin poner atención a tu alrededor, no te enteras de nada.
<<¡Ay, perdón, Su Majestad! No sabía que tenía que llevar un registro de todos los papás guapos pero imbéciles del colegio.>>
—Puedes tener la seguridad que me encargaré de los daños, si es que en el peritaje sale en mi contra y en caso contrario, espero lo mismo de ti —lo último lo dice en un tono tan frío que podría congelar el infierno—. Ahora muévete que me urge llegar al aeropuerto.
Las rodillas me tiemblan, pero mantengo la frente alta y la mirada fija.
<<No te achiques, María. No te…>>
—Buenos días, señora. Rafa, me acaban de avisar que hubo un percance. ¿Están bien?
<<¿Rafa? ¿Este patán tiene nombre?>>
La voz del director del colegio llega como agua en el desierto.
Manuel, el director del colegio, es un guapo cuarentón con acento sinaloense muy parecido al del patán con el que me estoy madreando.
—¡No Manuel, no estoy bien! Ya te explicaré después.
Rafa —ahora sé que así se llama el Señor Prepotente— se da la vuelta con las manos en la nuca, destilando frustración por cada poro.
—¿Le puedes explicar a esta loca que trabajo aquí y que me URGE que quite su carro? Tengo que estar en el aeropuerto en menos de una hora. Paulina está por llegar y…
<<Ah, claro… Paulina. Ya salió el peine.>>
Mi cara hace ese gesto universal femenino que dice “típico… jalan más un par de tetas que un par de carretas”. No necesito decirlo en voz alta; mi sonrisa sarcástica y cejas levantadas son suficientemente elocuentes.
—¡No jodas! ¿Paulina viajó sola? —la cara de Manuel se transforma en preocupación pura.
—¡Sí, carajo! Y justo hoy me tiene que pasar esto.
Se gira hacia mí, acercándose tanto que puedo oler su perfume carísimo.
—Para tu información, Paulina es mi hija de 6 años que viene volando sola desde Sinaloa. Es la primera vez que lo hace y tengo que estar ahí en 40 minutos —su voz tiembla ligeramente—. Así que tienes dos opciones: ¿O quitas tu carro tú o lo hago yo?
<<¿Por qué no empezaste por ahí, animal?>>
No es su proximidad lo que me hace flaquear, sino imaginar a una pequeñita asustada, buscando a su papá entre la multitud del aeropuerto.
—Está bien, pero lo hago por tu hija, no porque me intimides. Y espero el pago de los daños.
Sale disparado como alma que lleva el diablo en cuanto le doy espacio.
—Señora, le pido una disculpa a nombre de mi amigo —interviene Manuel—. Se comportó así por la preocupación de su hija, pero no se preocupe, yo me hago cargo de todo. Los ajustadores ya llegaron.
<<¿Amigo? ¿Este animal tiene amigos? Bueno, supongo que hasta Shrek tenía a Burro…>>
El peritaje sale a mi favor —ja, toma esa, guaperas—, pero mi pobre March tendrá que pasar quince días en el taller de pintura.
De camino al negocio, no puedo evitar preocuparme. Me imagino a una pequeñita de la edad de Leo, solita y asustada.
Cuando llego a recoger a los niños al entrenamiento, Marce casi se infarta al ver mi carro.
—¡No mames! ¿Pero qué madrazo le metiste?
—Yo no fui. Me chocó un wey que lo que tiene de guapo lo tiene de imbécil patán. Aquí mismo, después de la junta.
—No jodas, ¿pues a qué velocidad iba?
—Es lo que traté de explicarle al necio ese, pero no entendía razones.
Mientras los niños entrenan, le cuento toda la historia con lujo de detalles dignos de telenovela.
—Si he visto ese Mercedes blanco —dice Marce—. Está aquí seguido, no diario, pero varios días a la semana. Aunque nunca había visto quién lo maneja… Bueno, ahora ya sabemos.
Su risa contagiosa rompe la tensión.
—Ya no quiero hablar de este wey. Solo espero no volver a verle la cara porque me cayó fatal.
—Pues si trabaja aquí, en algún momento te lo vas a encontrar.
<<Gracias por los ánimos, amiga. ¿Qué haría sin tu optimismo?>>
—Mejor cambiemos de tema —le digo, buscando distraerme—. ¿Qué pasó con el entrenador? ¿Siguen con sus mensajitos?
La cara de Marce se ilumina al mencionar a Juan Carlos.
—Todo bien. Nos escribimos casi todo el día y terminamos hasta la madrugada.
—Con razón esas ojeras. Ya decía yo que no eran de a gratis —le doy un codazo juguetón—. ¿Y ya te invitó a salir?
—Más o menos… pero no hemos concretado nada.
—Pues invítalo tú, entonces.
Marce suelta un suspiro que dice más que mil palabras.
—He decidido llevármela muy leve con él. No me puedo arriesgar a cagarla. A final de cuentas, si no funciona… —hace una pausa significativa— me guste o no, esta vez está algo involucrado Andrés y eso me hace tomar las cosas con más calma.
<<Vaya… cuando Marcela habla así, es porque la cosa va en serio.>>
—Tienes razón. No lo había visto de ese modo.
El entrenamiento termina y nos dirigimos a buscar a nuestros pequeños atletas para la rutina de siempre: regaderas, vestidores y a casa. Un lunes más en nuestra vida de mamás… bueno, excepto por el pequeño detalle del Mercedes incrustado en mi puerta.


© 2024 Lula Silva. Todos los derechos reservados. Esta obra está protegida por derechos de autor.

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